POR: REINIER SÁNCHEZ JACOMINO.
Próxima a cumplir su medio milenio la Ciudad de Camagüey mantiene con el paso de los años esa magia sutil que la caracteriza, quizás por poseer entre sus ingredientes especiales, el sabio don de andar en épocas, sazonado con las ricas tradiciones de su buena gente que le da vida.
La urbe agramontina, quizás no posee el entramado metropolitano de la capital, el arsenal histórico de Santiago, el modernismo cienfueguero o el desarrollo turístico de Matanzas, sin embargo sus calles y callejones que conforman el atípico trazado urbano constituyen uno de sus mayores sortilegios.
Preñadas de estrecheces y formas sinuosas, las vías del legendario Camagüey perduran como curiosidad genuina del ambiente arquitectónico y a la vez representan un trozo importante en la historia de la región, un libro donde beben de primera mano, las nuevas generaciones.
Arraigado a su entorno y su costumbre conviven la mayoría de los agramontinos, de boca en boca y de familia en familia pasan los cuentos que se resisten al olvido que imprime la modernidad con la enajenación del ser humano.
Así conocemos de las leyendas del “Aura Blanca”, “Dolores Rondón”, pero también de entrañables personajes como “Matao” o el Padre Olallo y su quehacer en favor de los pobres de esta Ciudad de los Tinajones.
Pasados los siglos, las vías del centro histórico nos hablan sobre las tradiciones del legendario Camagüey, pues sus nombres originales guardan una estrecha relación con personajes, labores o hechos de la villa.
Entones conocemos que callejones como el del “Templador” o “el Cuerno” adquirieron sus nombres por las figuras que poseen, el primero por el instrumento que utilizan los afinadores de pianos, y el segundo, porque tiene la forma de una cornamenta curva, estrecho en el comienzo y ancho hacia el final de la arteria.
También encontramos referencias que señalan cómo se denominó la calle de “los sacristanes”, en alusión al camino lateral por donde transitaban estas dignidades hacia la Iglesia “Santa Ana”, o el caso de “Academia”, por una escuela de baile existente en esa vía.
Y así encontramos infinidades de casos como: “Cielo”, “Apodaca”, “Triana”, “Risa”, “Tío Perico”, “Campo Santo”, entre muchas otras nomenclaturas.
¿Resulta sano para la otrora villa y su patrimonio que queramos desdeñar designaciones como estas y otras tantas con las cuales nuestros abuelos y padres se identificaron?
¿No entran acaso en contradicción los actuales nombres de las arterías y algunas plazas citadinas con la aceptación de sus mismos residentes quienes no se sienten identificados con estos calificativos?
Interrogantes y a la ves reflexiones que les dejo para un próximo trabajo.
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